Cuando Rubén Cuesta (32) puso un pie en su primer curso de cocina, lo único que buscaba era salir del sector de la construcción. "Como no estudiaba nada, mi padre me metió a trabajar en la obra. Era muy duro y se sufría demasiado", recuerda a 20º C en pleno diciembre desde la isla de Lanzarote. El ladrillo y el cemento los dejó después de un año sin intención de volver a estudiar, pero sí con la de encontrar otra salida laboral.
Fue su padre el que le metió en cocina. "Era un curso para maleantes. Lo único que mi padre quería es que aprendiera un oficio". Y dio en el clavo. "No tenía ni idea de nada de este mundo". Nada es nada. Empezó a hacer tortillas, aunque lo que más le gustaban eran los guisos. "Al principio, no me quería poner ni el gorro en las clases porque me veía ridículo".
Pero el tiempo puso todo en su sitio. Llegó el momento de buscarse las castañas fuera de la aulas y el destino le llevó a un grande de la gastronomía. "Un familiar conocía a Pepe Rodríguez, de El Bohío (una estrella Michelin), y empecé a hacer prácticas allí". El panorama cambió radicalmente. "El rollo que había en cocina me gustó desde el principio", recuerda. Fueron seis años "duros e intensos", pero en los que lo bueno superó de lejos a lo malo. "Aprendí técnicas y asumí responsabilidades", algo que al final acabó gustándole.
En la cocina de El Bohío conoció a un compañero canario que quería abrir algo en el archipiélago. "Me pilló en una época en la que no me llevaba muy bien con el jefe de cocina del restaurante de Pepe y decidí probar suerte fuera". Empezó viajando al archipiélago de vez en cuando durante el año y en vacaciones. Su trabajo fijo estaba entonces en Casa Elena, comedor de cocina tradicional ubicado en Cabañas de la Sagra (Toledo) que cerró poco después.
Canarias ganaba puntos como posible destino para instalarse. Cuando le llamó su amigo canario para abrir un restaurante, Bevir, en Las Palmas de Gran Canaria, no se lo pensó demasiado. "Ganamos la estrella Michelin", dice orgulloso. Que su cocina iba a brillar en las islas parecía claro, pero la pandemia trajo un nuevo reto.
"Un día llegó un cliente a comer solo". Era Koldo Eguren, empresario vasco propietario de Kamezí Boutique Villas, en Playa Blanca, quien valoraba abrir un gastronómico. Unos calamares al pilpil metieron en la ecuación al chef manchego. "Koldo pidió que saliera de cocina, pero eso es algo que nunca me ha gustado". Intentó evitar el momento pero no hubo forma. "Me invitó a que fuera a conocer Kamezí". Lo que escuchó cuando fue no le sonó nada mal.
En abril de 2022 se incorporó al proyecto gastronómico. "El concepto pasaba por poner en valor el producto local y la cocina tradicional canaria". Y se puso a ello. En un entorno idílico, rodeado de villas blancas de ensueño, el reto pasaba por encargarse también de los desayunos, el servicio de habitaciones, la panadería que hay en el complejo... Contaba con un equipo de 16 personas para cubrir todos los frentes. "Enseguida me sentí cómodo".
De ahí que hace algo más de un año se pusiera sobre la mesa la opción de ir a por la estrella Michelin. Eso implicaba pulir la propuesta gastro, pero también un equipo cualificado en sala, una vajilla de nivel, una puesta en escena a la altura... "Desde el principio pensamos que podríamos lograrla". Y no se equivocó.
El de Kamezí ha sido el primer florón de la isla volcánica, otro atractivo más a sumar a la larga lista de encantos del lugar. Ofrece un único menú degustación -12 pases/105 euros- que comienza tomando los aperitivos en unas cuevas con vistas al mar y con Fuerteventura en el horizonte. Una espuma de tomate de Fuerteventura, un caldo marinero y el almogrote majorero dan la bienvenida al comensal.
Rubén trabaja muy bien el efecto sorpresa. Ya sea en el escaldón de gofio; en la gamba de La Santa con mayonesa del mar; en el calamar al pilpil de limón y ají, aguacate, coliflor y chocolate -hit indiscutible de la casa que no se mueve del menú-; en el cabrito con mole canario y en la sama a la brasa, un pescado canario que prepara con algas y mantequilla tostada. De los postres, irresistible el frangollo: helado de avellana, dulce de leche de cabra y crujiente de pasas.
"Me gustan mucho los guisos, a los que trato de dar un toque moderno", cuenta Rubén. Los buenos caldos están muy presentes en los pases. "Son la base de todo lo que hacemos". Este año quiere acompañar el menú con un mapa que ayude a los comensales a saber un poco más de los productos locales que prueban en el plato. "Es una manera de poner en valor el producto".
Con la cocina vista y la brisa del mar de fondo, la velada se acompaña además de una cuidada selección de vinos. La familia Eguren es una saga de bodegueros de la Rioja Alavesa -los vinos Ukan llevan su sello-, de ahí que tengan más de 400 referencias en carta, con gran protagonismo también de los vinos canarios. Víctor Manuel Gudiño es el sumiller del restaurante y encargado de maridar el menú ya sea con la propuesta local o con la internacional.
Nos quedamos con ganas de probar su salmorejo. "Es un plato que había cuando llegué a Kamezí (el comedor abrió en 2019) y lo quise rescatar". Dice este manchego descarado y simpático que es "espectacular". Sólo por eso habrá que volver a Playa Blanca.
Dirección: Calle Mónaco 2. Playa Blanca (Yaiza, Lanzarote)